En los primeros cuatro meses de este año, alrededor de 1.500 casos de sarampión fueron reportados en Italia. Como respuesta al brote, el gobierno italiano introdujo una ley que obliga a niños preescolares y escolares a recibir 12 tipos de vacunas.

Los padres tendrán que proporcionar pruebas de vacunación cuando inscriban a sus hijos en guarderías o en educación preescolar. En este sentido, la política italiana sigue el ejemplo de las políticas de vacunación en Estados Unidos. Pero hay una diferencia crucial: la ley italiana no permite que los padres opten por la «objeción de conciencia».

Los niños en edad escolar no vacunados, hasta los 16 años de edad, todavía podrán inscribirse en la escuela, pero sus padres serán multados. Las multas van desde 500€ hasta 7.500€.

Yo diría que estas medidas están éticamente justificadas, y que otros países deben seguir el ejemplo de Italia.

Indudablemente, estas medidas son coercitivas. La mayoría de los padres, incluso si se oponen a las vacunas, no tendrán más remedio que vacunar a sus hijos. Pero el hecho de que la nueva legislación sea coercitiva no la hace éticamente inadmisible. De hecho, se puede argumentar que muchas leyes son coercitivas pero no obstante son consideradas éticamente aceptables por la mayoría de la gente.

Para permanecer en el contexto de la salud pública, el aislamiento y la cuarentena son dos ejemplos de medidas coercitivas que a veces se utilizan en emergencias de salud pública. La mayoría de la gente pensaría que, en muchos casos, es aceptable poner en cuarentena o aislar a las personas para proteger a la comunidad de enfermedades infecciosas. La apelación a las libertades individuales no puede superar la importancia de proteger la salud pública. Del mismo modo, el riesgo de futuros brotes de enfermedades infecciosas que suponen un riesgo para la vida o la salud de otras personas es razón suficiente para limitar la libertad de elección de los padres en cuanto a la vacunación de sus hijos.

¿Por qué está justificada la ley italiana?

Hay dos tipos de justificaciones éticas para la vacunación obligatoria. En primer lugar, la mayoría de nosotros estaría de acuerdo en que las personas tienen el deber moral de no dañar o arriesgarse a dañar a otras personas; al menos cuando el coste de evitar el daño o el riesgo de producir daños es pequeño para las personas. Los niños no vacunados representan un riesgo para otras personas y la vacunación conlleva un coste muy pequeño para los padres y para los niños. Los beneficios de la vacunación en términos de protección contra las enfermedades infecciosas superan los costos y riesgos de la vacunación. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud estima que entre 2000 y 2015, la vacunación contra el sarampión evitó más de 20 millones de muertes.

(Imagen ampliable) El sarampión es una enfermedad viral altamente infecciosa. Imagen: CDC/NIP/Barbara Rice

Las preocupaciones acerca de la seguridad de las vacunas son una de las razones más frecuentemente citadas para oponerse a la vacunación infantil. De hecho, el efecto secundario más común de las vacunas, como enrojecimiento o hinchazón en el área de la inyección, es muy leve y pronto desaparece. Los efectos secundarios más graves, como las reacciones anafilácticas, ocurren en menos de una por cada millón de personas vacunadas. Por otro lado, si consideramos, por ejemplo, el sarampión, dos de cada 1.000 niños que contraen sarampión morirán de él. Uno de cada 1.000 desarrollará encefalitis, que puede dejar al niño sordo o discapacitado intelectualmente. Y uno de cada 20 sufrirá neumonía.

Los costes y los riesgos de las vacunas se ven ampliamente superados por los costes y los riesgos de una enfermedad infecciosa grave como el sarampión. Por lo tanto dañar o arriesgar el daño a otras personas cuando el coste de evitarlo es tan pequeño, es poco ético. En particular, todos los niños que no han sido vacunados representan un riesgo para aquellos que no pueden ser vacunados por razones médicas (como los que son alérgicos a las vacunas o tienen un sistema inmunitario suprimido) y para aquellos cuya vacunación resulta ineficaz (por ejemplo, la vacuna contra la tos ferina sólo tiene un 70-85% de eficacia).

La segunda razón por la que se justifica la vacunación obligatoria se basa en el principio fundamental de la equidad. Sobre la base de este principio, todos deben hacer su justa contribución a un bien público importante, es decir, algo de lo que todos se beneficien. Uno de esos bienes públicos es la ‘inmunidad colectiva’. Gozamos de inmunidad colectiva cuando un porcentaje suficientemente alto de la población (típicamente entre el 90 y el 95%) se vacuna contra una cierta enfermedad de tal modo que la enfermedad en cuestión tiene muy pocas probabilidades de propagarse. Por lo tanto, las personas que no están vacunadas, o para las cuales las vacunas son ineficaces, estarán protegidas mientras el número de personas no vacunadas permanezca por debajo del umbral crítico.

A menos que haya razones médicas para no vacunar a los hijos (por ejemplo, en caso de alergias a ciertas vacunas), rechazar la vacunación mientras se disfruta de los beneficios de una protección garantizada por las contribuciones de otros a la inmunidad del grupo es injusto. Si la inmunidad colectiva es un bien público que beneficia a todos, todos tienen un deber moral (basado en el principio de equidad) para contribuir a ella. Así pues, las políticas de vacunación obligatorias, como la recientemente introducida en Italia, garantizarían que todos hagan su justa contribución a un importante bien público como la inmunidad colectiva.

Artículo original publicado en The Conversation, escrito por Alberto Giubilini, investigador asociado de la Universidad de Oxford. Revisado y traducido por ¡QFC!

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